
– Si queréis saber dónde está vuestra hija, preguntad en los Servicios Sociales – y se fue.
Ellos ya sabían lo que eso significaba, tendrían que armarse de valor. Decidieron ir, pero antes deberían tomar una copa, según ellos “les hacía falta” pero, como siempre, después de una, vino la otra y la otra, olvidando lo que habían pensado hacer.
Inés quiso hacerse cargo de la pequeña Sandra pero no se lo permitían ya que tenía a Álvaro. La única solución posible era la rehabilitación de la madre y temía que eso era imposible si su hija no se concienciaba de una vez por todas. Lo más grave era que ni siquiera la dejaban ver, por muchas puertas a las que llamó.
Sandra fue entregada a una familia en régimen de acogida, con derecho a adopción. Cada vez se complicaba más aquella situación, ya que Reni pronto se dio por vencida e Inés legalmente no podía mover absolutamente nada.
Después de muchas súplicas, Inés pudo ver a la pequeña, pero con vigilancia, en el Centro Social y sin darle ningún dato de su paradero.
Así fue como Reni hizo perder todo derecho sobre su hija, abandonando toda lucha por recuperarla y se fue hundiendo cada vez más en el barro.
Un día, muy de mañana, se oyeron sirenas de ambulancias y policías. A Inés, como tantas otras veces, se le oprimió el pecho pero pensó: “Ya empiezan las sirenas, como siempre”. Al rato llamaron a la puerta y, al abrir y ver a un vecino acompañando a un policía, de nuevo su corazón le puso en aviso. La voz de aquél hombre pareció oírla desde el fondo de un pozo:
- Siento tener que darle tan tremenda noticia: Su hija se ha quitado la vida arrojándose por el balcón.
Fue lo último que escuchó antes de desplomarse en el suelo. Al despertar, maldijo una y mil veces los pensamientos que tiempo atrás tuvo en un arrebato de impotencia: “¡Dios mío llévatela y líbrala de todo este sufrimiento o haz que vuelva a ser como era antes¡”. Sus súplicas fueron escuchadas, pero su hija se había ido por el camino más rápido.
Se sentía tremendamente culpable pero, a la vez, aliviada porque lo que tantas veces había intentado, por fin lo consiguió: irse con Adriano, el amor de su vida. Pero... ¡cuánto dolor había dejado tras de sí!
Después de un tiempo, por casualidad, me encontré con Inés en la cola de un banco y estuvimos largo rato hablando del fatal desenlace y de cómo le era imposible quitarse aquél vestido negro; lo intentó mil veces pero fue incapaz.
Entre otras desgracias, le había dado un amago de infarto y, por esos días, estaba en trámites de separación y de la venta del piso.
Según me dijo, quería irse a Alicante. Sería como un borrón y cuenta nueva, algo imposible, pero le hice prometer que la próxima vez que la viera, no llevaría vestido negro. Y así fue, la siguiente llevaba un vestido estampado en tonos marrones.
Desde entonces, hace al menos cuatro años, no he vuelto a verla.